Brentís era judío de ascendencia. Trabajador y puesto al día en toda innovación laboral. Encargado de la agencia de viajes Jewer-CPAs para turistas caminantes, su trabajo apenas le daba tiempo libre para sus propias aventuras y viajes.
Los hábitas que ofrecía la empresa de entretenimiento explorador eran insalubres e inhóspitos; pero precisamente eso es lo que buscaban los que a la agencia se aventuraban a acudir: en busca de una escapadita a la “naturaleza salvaje”. Las ciudades cuidaban de la salud de sus habitantes a su manera, muy eficaz y resultona. Pero en vacaciones había que probar otra cosa.
Los bosques de herrumbre, los basureros, los viejos palacios, casinos, viejas fábricas, carreteras desiertas, desiertos sin horizonte y semitóxicos, etc, entusiasmaban a los clientes.
Por fin llegó el turno para Brentís. Quiso salir de la gran urbe y arriesgó la elección, como compañero de exploración turística, en Paco. Paco era español, agrario de formación, estoico; una conciencia desventurada al fin y al cabo.
Paco coleccionaba fotos de antiguas cosas, obsoletos instrumentos, televisores, ruinas de casinos, ruinas de palacios, ruinas de fábricas, estercoleros, es decir, lo dicho más arriba pero alumbrado por una perspectiva humana e histórica de la que él mismo no era consciente.
El viaje hasta las afueras de la ciudad fue duro; millas y millas de “city”. Al tiempo, el paisaje, poco a poco, empezó a cambiar. Un viento fétido, un calor imperceptiblemente en aumento, y un color indescriptible, como si acabara de nacer un nuevo componente del espectro, lo empañaba todo como una insólita y fantasmal niebla.
Pero Paco quería parar en todos los lugares. No dejaba escapar ni un solo objeto de su interés. El vehículo que habían alquilado aceleraba y frenaba al ritmo obsesivo del obsesivo interés egoísta y loco del coleccionismo que lo impulsaba y reprimía. Nunca llegaban a tiempo, a los hoteles donde cenar, charlar y pasar la noche.
Los días pasaban y la paciencia de Brentís estaba llegando a su término. Ya le había avisado hasta el hastío. “No pares tanto, no viajas tú solo”—Le dijo múltiples veces. Pero Paco no entendía de gentes, de tratos, de intercambios, de personas. Se aferraba a su fijación como a un clavo ardiendo, como si su seguridad y supervivencia fuera sustancial e independiente del resto de las cosas.
Por fin la cosa no se sostuvo. Vinieron las discusiones, los reproches del pasado. Estas cosas que también regresan al instante presente cuando uno viaja y sale de su hábitat aburrido y habitual. Y vuelven apareciéndose con insistencia cierta y segura como conciencia cartesiana.
La resolución no tardó en llegar. Tú irás por tu lado, yo por el mío. Como era de esperar.
Brentís alquiló otro transporte. Se despidío de Paco y puso su deseo en que el tiempo curase la herida; que ya estaba hecha. Tal vez el tópico: “eso ya está olvidado, hombre”, hiciese su trabajo allá en las sombras de cada cual.