Nunca se me ha dado bien los nombres que se usan para definir las relaciones de parentesco. Primo segundo, tía abuela, consuegros, nuero, etc. Sobre todo «nuero», y no se porqué. ¿Qué es un «nuero? Creo que no quiero saberlo,  eso debe ser. La explicación más fácil a esta reticencia sería que no quiero tener relación alguna con el repetitivo fenómeno antropológico de la familia. O que me quejo de haber sido mal educado. Reprimido o sobreprotegido, o ambas cosas, si es que esto es posible.

Mi madre que dijo un día la palabra «malnom», que en valenciano significa «mote», que no sabía que las genealogías de los significados se reencuentran lejos en la historia, sabía establecer lazos de parentesco de todo el pueblo. La niña del tío rojete, como así le malnombraban, era pelirroja y salpicada de pecas por todo el cuerpo. De poca estatura, hija única, jugaba en el pajar matando ratas con la escoba, sin miedo alguno por causa de acostumbramiento a las circunstancias de su tiempo. Ahora, los niños salen despavoridos cuando ven una avispa o una abeja. Como no sé, ni quiero saber lo que es un «nuero», voy a hablar de mi madre un poquito más.

El «mildiu», un hongo que ataca a toda plantación agraria, ataca ahora a una de mis plantas: una suculenta plagada de plagas «fungi» e «insect». Mi madre era una experta en tratar el «mildiu» que afectaba a la huerta donde plantaba melones, fresas, tomates, pimientos, calabazas, ajos y cebollas. Un día funestro «apedreó», esto es, cayó una granizada impía e inmisericorde que acabó con todo. El lamento vino desde el cielo con todo el peso del plomo. El dios Isidro le abandonó; pronto salió al rescate del desastre la fuerza superior del destino del gran Dios, el único responsable; sería responsable por ser único y no tener familia o por representar a lo Uno, a la Ley, a la Reproducción ommisciente y ommipresente: esa biología despótica de la que sólo los creyentes como mi madre pueden zafarse.

Una vez que mi hermano y yo estábamos esclareciendo manzanas, ocurrió que fuimos echados del bancal o como se llame a aquel trozo cuadrado de tierra plantada con árboles. Se aludían razones de gandulería, vagancia y falta de motivación para la labor. Fuimos pillados en fragante estado horizontal sobre la orilla del pequeño riachuelo que pasaba cerca y abastecía las tierras más abajo. Mi madre tuvo el orgullo suficiente como para hacer que fuésemos andando hasta la casa sita en el casco «urbano» del pueblo, unos quince kilómetros al sol. De mi hermano ya se hablará otro día, pero no me resisto a decir lo que Plotino o Plutarco, ahora no me acuerdo, decía de los hermanos: que por qué había que reconocer relación alguna con estos por la simple razón y por el simple y único hecho de haber salido del mismo agujero.

Ahora que ya soy padre comprendo a mi madre. Como huevos. Sé lo que vale un peine y no consigo llegar a final de mes. Mi nuero, que todavía no sé qué es esto (se referirá a mi cuñado), insiste en que soy demasiado blando con mis niños. Le dije lo que me dijo mi madre en uno de sus refranes: si fueran los tuyos también pensaría que estás siendo demasiado blando con ellos. De hecho, a veces, me dan unas ganas de darles unas hostias….»¡Algo habrán hecho, seguro!»–me digo como justificación.

Mi hijo Alberto es un hijo de satanás, la verdad. No tiene una sola buena idea. Dice la pedagogía que empollo de memoria que hay que hablar con ellos, no para que comprendan, sino para que sepan que hay una forma contenida de decir lo que no deben hacer. Ja, ja, ja. No me lo creo ni yo; pero como me lo he empollado y todos los padres han leído el mismo libro, no voy a tirar el esfuerzo por la borda por una otra fórmula cualquiera e indemostrable así como así.

A veces consigo lo que el libro aconseja. Pero es magia o hipnosis. Bueno, creo que las dos cosas: le hablas convencido, bajito, firme. Si lo hiciera con un reloj pendulándolo mientras así le hablo, creo que podría convertirlo en mi marioneta. Los niños mira si son inocentes y buenos que, si se les habla como es debido, pueden ser tu robotito, tu copia, tu sacrificio, lo que admiras en él de tí.  Puro instinto de repetición vital, pero mágico, reconozcámoslo.

Ahora bien, mi hija Marta es indomable, una bruja. Imposible para el pedagogo, para la magia o la hipnosis. Quiere ser granjera de productos ecológicos. Y yo le digo que esa profesión no tiene futuro. Que de qué va a vivir. Que no sea ilusa y que se case con un ingeniero químico al que sólo le importe la prosperidad y progreso de la nación. O sea, el de ella.

De mis sermones a la hora de comer, cuando apago la tele con la excusa de que «nunca hablamos», he de reconocer que son antológicos. Y es que Dios me dio la retórica como única gracia. Les digo: el futuro es negro, sal para los alimentos no habrá, todo vida vegetal estará contaminada, la tierra será un erial seco como un garbanzo de los de antes, la brecha social se amplía, la tecnología será la clave, cásate con el ingeniero, no seas idiota, es tan  incierto el porvenir, que no creo que ni aun casándote saques algo en claro. Así les doy ánimo, como mi madre me los dio a mí. Instinto de repetición biológico en marcha a todo trapo.