Cuando se es director de una institución pública en decadencia hay que tener talento para lo básico. Hay que saberse el ABC de las normas sancionadas por la autoridad competente, tener la cabeza cuadrada y bien amueblada, no descabezar las situaciones que no lo están, es decir, no estropear lo que viene bien dado y con fortuna. Así era y es el Doctor Hector Torralba. Cumplía con sus obligaciones como lo harían un buen padre.


Pasó que dos de sus funcionarios a su cargo tuvieron una pelea en los vestuarios del organismo público en cuestión. Tuvo que intervenir, obviamente; los llamó a su despacho para explicarles lo más básico de las normas básicas ABC.

— A ver Roberto, explícame lo sucedido — Dijo el Doctor empezando el rito procedimental.

— Pues mire señor, resulta que Abel, sin querer ni mala intención, ha dejado caer sobre mi pie una de esas cajas cargadas de papelotes del archivo. — Contestaba Roberto todavía algo alterado.

— Ya…Sigue…¿Qué más? — Moderaba el Doctor Hector.

— Pues después yo, en broma, le he dicho “hijo de ….”. ¡Usted ya sabe!, pero en broma, ¿eh?. Entonces, y cuando menos lo esperaba, una tremenda bofetada cruzó mi cara. Luego Abel empezó a llorar desconsoladamente mientras se quejaba patéticamente de que nadie se metía con su santa madre. Se había tomado “el insulto” (que no lo era en verdad) absoluta y literalmente. —Así narra Roberto lo que había pasado.

— Continúa. — Dijo el Doctor algo confundido.

— Entonces es cuando he empezado a decirle las palabras que yo sé que más daño le hacen. Precísamente relacionadas con su madre. Pero esta vez en serio, y muy en serio. — El rostro de Roberto reflejaba una extraña combinación de determinación y odio intenso y contenido.

— Pues haberle dicho que eso de “hijo de ….” era de broma. Esas expresiones, muy menudo, se usan en circunstancias amistosas, incluso cariñosas. — Contestó el Doctor.

— Ya. Pero eso para mí no tiene la menor importancia. Le he escupido las peores palabras, las que más herida iban a causarle, porque no soporto que nadie se haga la víctima. No soporto que la gente llore, pretenda dar pena, bajo ninguna excusa o pretexto. Nadie me va a cambiar. Eso he visto y aprendido, y punto. Las lágrimas se las aguanta uno. Si te muestras débil es porque deseas que te dañen. — Esa extraña mezcla de odio y determinación seguía fija en el rostro de Roberto.


El Doctor Hector Torralba sancionó a Roberto con apercibimiento y un par de horas extras sin retribuir.

Las obligaciones que conlleva el cargo de director de una institución como la que él dirigía, su cabeza tipo “sopa de letras sin resolver”, el procedimiento básico ABC, la situación que, fuera de toda predicción, venía descabezada y sin fortuna, descuadraron la mente talentosa para lo fundamental del cumplidor Doctor Hector.


Y es que hay cosas que un funcionario, ingeniero de formación para más señas, como era nuestro Doctor, jamás podrá comprender — excepto si se es funcionario de prisiones. Hay gente que aprendió el uso de la fuerza de pequeñitos. Este era el caso de Roberto, y por eso la extraña cara fija de odio y determinación no desaparecería nunca e iría siempre con él. Almas de fugitivo.